EL PERIODISTA - En Euston Road había una docena de cadáveres con sus contornos difuminados por el polvo negro. Todo era silencio. Las casas vacías, las tiendas cerradas pero con huellas de pillaje, algunos se habían llevado vino y comida, y delante de una joyería había algunas cadenas de oro esparcidas por la acera.
LOS MARCIANOS - Ula!
EL PERIODISTA - Me detuve, mirando hacia el sonido. Parecía como si ese inmenso desierto de casas hubiera encontrado una voz para su temor y su soledad.
LOS MARCIANOS - Ula!
EL PERIODISTA - El grito desolador me taladró la mente. Aquel gemido se apoderó de mi. Me sentía agotado, con los pies doloridos, hambriento, sediento. ¿Qué hacía vagando solo por aquella ciudad de muertos? ¿Por qué seguía vivo mientras Londres yacía envuelta en su negra mortaja? Me veía insoportablemente solo, arrastrándome de calle en calle, inexorablemente atraído por aquel grito.
LOS MARCIANOS - Ula!
EL PERIODISTA - Por encima de los árboles de Primrose Hill vi a la máquina de guerra que emitía el aullido. Crucé Regent's Canal y me encontré con otra máquina igualmente erguida pero tan inmóvil como la anterior.
EL PERIODISTA - Bruscamente cesó el sonido. En un instante, la desolación y la soledad se me hicieron insoportables. Mientras había sonado aquella voz, Londres podía parecer aún viva. Pero ahora, repentinamente, algo cambiaba, algo desaparecía y quedaba sólo aquel opresivo silencio. Levanté la mirada y vi una tercera máquina: perdida, inmóvil, como las otras. Tuve un arranque de locura. Iba a entregar mi vida a los marcianos aquí, ahora.
EL PERIODISTA - Me dirigí con temeridad hacia el t**án y vi un enjambre de pájaros negros que revoloteaban y se apiñaban en torno a la cabina. Eché a correr. Mientras subía por la colina hasta el inmóvil monstruo no sentía miedo, sino un salvaje y estremecido júbilo. Por fuera de la cabina colgaban unos jirones que los voraces pájaros picoteaban y desgarraban.
EL PERIODISTA - Subí hasta la cresta de Primrose Hill y ante mí apareció el gran campamento marciano. Esparcidos por él, dentro de sus máquinas volcadas, estaban los marcianos, muertos, aniquilados, pero no por los inútiles recursos del hombre, sino por los seres más humildes de la Tierra: las bacterias. Las diminutas, invisibles bacterias.
EL PERIODISTA - Según fueron llegando los invasores, al comer y al beber, les atacaron nuestros microscópicos aliados. Desde ese momento, estaban condenados.
LOS MARCIANOS - Ula!
EL PERIODISTA - Me detuve, mirando hacia el sonido. Parecía como si ese inmenso desierto de casas hubiera encontrado una voz para su temor y su soledad.
LOS MARCIANOS - Ula!
EL PERIODISTA - El grito desolador me taladró la mente. Aquel gemido se apoderó de mi. Me sentía agotado, con los pies doloridos, hambriento, sediento. ¿Qué hacía vagando solo por aquella ciudad de muertos? ¿Por qué seguía vivo mientras Londres yacía envuelta en su negra mortaja? Me veía insoportablemente solo, arrastrándome de calle en calle, inexorablemente atraído por aquel grito.
LOS MARCIANOS - Ula!
EL PERIODISTA - Por encima de los árboles de Primrose Hill vi a la máquina de guerra que emitía el aullido. Crucé Regent's Canal y me encontré con otra máquina igualmente erguida pero tan inmóvil como la anterior.
EL PERIODISTA - Bruscamente cesó el sonido. En un instante, la desolación y la soledad se me hicieron insoportables. Mientras había sonado aquella voz, Londres podía parecer aún viva. Pero ahora, repentinamente, algo cambiaba, algo desaparecía y quedaba sólo aquel opresivo silencio. Levanté la mirada y vi una tercera máquina: perdida, inmóvil, como las otras. Tuve un arranque de locura. Iba a entregar mi vida a los marcianos aquí, ahora.
EL PERIODISTA - Me dirigí con temeridad hacia el t**án y vi un enjambre de pájaros negros que revoloteaban y se apiñaban en torno a la cabina. Eché a correr. Mientras subía por la colina hasta el inmóvil monstruo no sentía miedo, sino un salvaje y estremecido júbilo. Por fuera de la cabina colgaban unos jirones que los voraces pájaros picoteaban y desgarraban.
EL PERIODISTA - Subí hasta la cresta de Primrose Hill y ante mí apareció el gran campamento marciano. Esparcidos por él, dentro de sus máquinas volcadas, estaban los marcianos, muertos, aniquilados, pero no por los inútiles recursos del hombre, sino por los seres más humildes de la Tierra: las bacterias. Las diminutas, invisibles bacterias.
EL PERIODISTA - Según fueron llegando los invasores, al comer y al beber, les atacaron nuestros microscópicos aliados. Desde ese momento, estaban condenados.